NUMBER FIVE / FALL 2001 - SPRING 2002

Zahorí

Reynaldo Jiménez
Escritor, Co-Director de tsé-tsé (revista y editorial), Buenos Aires


Rumia el propio desconcierto (perplejidad que se reconoce desasida de toda imagen previa) ante las apariciones: rondando esa zona increada en que la persona es abundancia. Aparición de lo que se borra. Momentáneas napas de transparencia que (a)traen la abolición de la mirada fija. Acorde que es tanto un recuerdo del tiempo, no un souvenir de una otra experiencia que podría ser poseído, como un acuerdo con el tiempo del que ya no se sale y al que no se entra. No hay cómo sobornar a la experiencia mortal: es necesario atravesarla. Zahorí: el que atraviesa (cruza y recorre) el puente del aparente espejo. Puente que no es hacia el otro lado: abolición de la dualidad certificadora de la mirada en la experiencia que se ve. Pero apenas la conciencia, disparo automático de la mirada que afirma emitiendo su reflejo como última realidad, se incorpora al acuerdo debería decir: se adhiere al acorde: se sujeta a la forma que aferra para neutralizar su insoportable evanescencia: cuida la forma para que el ojo quede surcado (arado) (rayado) por la mirada, para adiestrarlo como si él mismo fuese el resultado de la mirada, la brillantez (limpidez de la experiencia directa: espontánea transparencia, cuando aún no se solidifica la identidad como un centro fijo en expansivo dominio sobre lo percibido) se consume como si nunca hubiese existido. La plenitud se rebaja entonces a su encarrilamiento a su traducción en un foco, la gracia deviene espejo: cristaliza. Refleja la imagen que se persigue a la imagen que persigue. (Hiriente espejo de cada pantalla: a imagen de lo que en nosotros quisiera consistir pero sólo al poder mirarse. Inscribirse en aquella imagen que «nos corresponde» que confirma nuestra expectativa. Notarse: notación que en toda pantalla se proyecta a la vez que se sustrae: secuestro del ojo por la mirada. Mirarse a los ojos en el espejo (que nos mira pero no nos ve: inercia helada) es otra vez asomarse al roce de la incógnita primordial: la pregunta por el Quién cuyo silencio sin fondo no abruma porque indaga más allá de la imagen a la que sin embargo no obvia. La pesadilla del mundo que reflejamos, ¿no será una imagen laboriosamente construida y en este sentido: no toda imagen será un espejo, no tanto de lo visto como de lo quiere verse?) Toda imagen, en principio, es adquirida, un agregado, una posesión souvenir de alguna experiencia que no debiera confundirse con la experiencia misma: cristalización en un aspecto que niega su incógnita-origen en el desplazamiento más vasto (esta abertura que es ahora) que es el prisma de la evidencia.

 

Experiencia de lo evidente: el ojo librado a su primera vez. La imagen, que se posee, que se guarda, que se colecciona, que se graba, que se recorta, que recorta, que queda impresa de una u otra manera, que busca la conexión entre dos percepciones mediante el impacto sutil o tosco de su presencia evocadora o su imposición: construcción virtual proyectada y por eso no más ingrávida al interior cavernoso de un desvelo, donde se agita la conciencia asustada de su inmensa pequeñez. Espectro en apariencia condenado a vagar como reflejo de otra cosa así el fantasma es un reflejo del que estuvo vivo o del que en su vida no se alcanza. Reflejo entre reflejos los de su propia errancia. (Y, sin embargo, esta última imagen también adquirida: arrebato de la voz desde el anticuario mental, depósito que una mirada colectiva obstinadamente torna inventario.) Los ojos del zahorí en toda persona siguen vivos, más allá de su fijeza en la mirada: si queman, ya no filman. Lo filmado es la fijación de un entrecortado cuya velocidad elude al ojo, dirigida como está a la mirada desde la misma mirada. Pupila del colibrí: libación de la incógnita: enigma de las apariciones. Enigma del ojo al que la mirada asigna lugar: la transparencia de cada momento ignora olímpicamente toda ubicación por la simple razón de que nada podría preverla. Transparencia de lo que no está fijo, de lo que no ocupa lugar en la conciencia: cuando la conciencia no es un lugar. Toda imagen se compone de fijeza pero a la luz de su transparencia. Transparencia: posibilidad donde el ojo no cuenta el cuento de la mirada. La experiencia antes de su notación el ojo antes de su mirada. Translucidez: a través del filo lúcido. Lo que ahora está siendo es transparente: experiencia que sólo ahora (mientras escribo lo que estás leyendo) acontece: nuestra primera vez, oportunidad de colibrí del ojo. No hay mirada sin espejo ni espejo sin mirada: hay ojos más allá de todo espejo. El ojo muestra (señala, enseña, delata) todo aquello que la mirada no podría tolerar salvo inventariándolo. Poner en la mira: prevalencia de la mirada por sobre lo mirado: inventario-cacería. Donde no hay solidaridad con lo mirado, hay impávido afán de posesión. Impide al ojo contemplar: ansiedad fija de la mirada (mirada del animal que exige del amo su porción de maná, penosa reverencia del domesticado). El que mira como enajenado que es, poseso por su posesión: enamorado de la mirada que lo retiene: mirada-candado que sostiene la ilusión del aislamiento en el que una identidad descifradora se yergue como el amo de lo que mira. Para la mirada no son reales los intersticios (negrura de un vacío que furtivo no busca una fijeza que lo imante) que intercalan las imágenes traspasadas por la luz artificial. Artificio de la aparente sucesión que hace a la pantalla: ocultadora voraz. Discontinua materia de la visión: lo que muta ante el ojo se encarrila mirada mediante en el simulacro de la ruta lo sucesivo como andarivel excluyente de la experiencia. El proyector como parpadeo, pantallazos de apariencias entre oscuridad que se vuelve transparencia. Lo insoportable (para la mirada) de la oscuridad (que el ojo capta a expensas de su foco, al revés de cuando y mirar y ver son acciones disociadas: lo ilegible hiere a la identidad que dirige a la mirada) es que amenaza la estabilidad de lo visible vuelto imagen. Ya no la sostiene como un fondo sino que incita a la pérdida de todo foco retenido en la imagen: la oscuridad es el dorso del espejo el espejo es el párpado de una adivinanza: acechanza de cíclope estrábico. La imagen con su lado oscuro configuran la misma aparición. Es cuando esa oscuridad se absorbe en su posibilidad (pulsar de lo invisible que existe más allá de la constatación) que se hace notoria para el ojo en su insondable brillantez. Relieve de la oscuridad: grado de lo posible: lumínica presencia que es pura sugestión para el ojo, incitación a la posibilidad: alegría por las mutaciones que vendrán, por los mundos que vendrán. (El viejo mundo de la mirada se retrotrae de continuo a su expectativa por el desastre: ¿para esa tristeza no bastaría un parpadeo?) Translucidez de lo oscuro: invisibilidad de lo visto, que no apenas se proyecta sino que se ofrece materialmente al ojo. Ofrece transparencia la oscuridad como el secreto a voces que está aquí para ser gozado por el ojo. Banquete del ojo: festín del zahorí cuando no teme a la noche de la mirada y se sumerge en la experiencia de lo visible. Realidad que el ojo capta pero no concibe. Inconcebible asombro del ojo, que no deja lugar al acostumbramiento, y por lo tanto furtiva transparencia: a cada momento el ojo debe esquivar los espejos de la mirada, las imágenes (seducción del cazador-mirada) que en la conciencia pesan como si fuesen límites a la experiencia: la mirada tiende a la obsesión por las fronteras. Fijación que no calma la ansiedad sino que es su fermento, el fervor de su insistencia; parálisis que no deviene quietud: la imagen devora a la mirada que la devora. El ojo, sin embargo, sigue su viaje: de la mirada depende el que pueda sumarse, asumiéndola, a la oscuridad transparente que para el ojo es primera y última libertad: viaje a través de la mutación. El ojo comprende (atiende) (abarca de un vistazo) una realidad que la mirada sólo puede considerar: no es el ojo un testigo sino la luna de la experiencia de lo visible. Luna: refleja la luz que de esta manera emite. La oscuridad de lo que acontece ahora es igual a su limpidez: sólo el ojo la conoce sólo el ojo puede entregarse, amante ignorado, a la visible invisibilidad de lo que transparece. La mirada le dicta al ojo que en esa oscuridad velocísima no hay nada. Que la oscuridad misma no es, según el razonamiento que se niega lo que carece de un lugar porque no puede poseerse y ya se sabe: la mirada, para subsistir, debe envolver lo percibido. La incógnita ocurre el espacio entre dos respiraciones indica una vida más allá de la dependencia del aire, como si se dijese: la vida se respira y se presencia al margen de la apreciación de la vista. Intersticio entre dos imágenes: hiato entre dos sensaciones (olas, vaivén de la atención): barra separadora y fundente a la vez entre tú y yo: tú/yo: grieta que no hace a la dualidad sino al cansancio de la mirada en su puesta en escena de lo irreconciliable. Entre dos fotogramas, el parpadeo declara su enigma.



Para la mirada la vista; para el ojo la visión para el cuerpo la experiencia; para el juicio de la mirada las imágenes de la experiencia. ¿Pero qué hacer con la experiencia misma de las imágenes? Para ser, toda imagen lo es de un aspecto más o menos excluyente que cristaliza. Un punto en el trazo, no el trazo que delimita hasta dónde puede (debe) atender la percepción en el ojo. Lo invisible (intuición del ojo) aparece como aquello que sobrepasa a las apariencias (imaginación de la mirada). La fijación (fijeza tensa) de la mirada sostiene a las imágenes para que éstas reflejen (conformen) su ensimismado filmar. La corrosiva desmentida del ojo pone a la mirada en su sitio de testigo una vez que en la fijación se capta lo invisible, lo que no tiene cómo ser capturado. El aura que prodiga la abundancia de toda experiencia (del cuerpo que mira). Se sostienen las imágenes con algo semejante a la fuerza de la voluntad que a la fuerza impone su afán de desciframiento como unívoca voz que al encerrarse (enceguecerse) en su sala de espejos se somete a sus creencias que la salvan_ ¿de encontrarse con que la soledad de la mirada consiste en no tocarse nunca a los ojos? Cansancio ancestral que bajo soterrada violencia se aferra en el esfuerzo de una retención, pero que a fin de cuentas se desvanece sin fin: los ojos se alertan de tanto esplendor. (Y el esplendor que de la experiencia proviene, ¿no será del carácter de unidad indisociable (indisoluble como un indio que en otra sociedad aporta el impacto de su extrañeza que es recordatorio de una diferencia negada) entre el espacio común, socializable (a la luz de una conciencia colectiva que incide sobre, y es trastornada por, la mirada en el ojo) y el espacio interno (alí donde todo es ojo)? Esplendor tranquilizante de la experiencia en el ojo: soplo de lo vibrátil, donde persiste un rango más amplio de percepción en la más pura acepción de la palabra (a la luz de una extrañeza-experiencia).) Abundan, no en la fijación de su registro en imágenes (recortes del origen-incógnita), sino en nervioso y humilde contacto (comunión que es un contagio, impregnación que disuelve la frontera entre esto/aquello y la cicatriz de toda frontera). Sencillez del ojo: fruto que el árbol del cuerpo ofrece al contacto espontáneo. Contacto: conciencia entre las mutaciones. Impremeditable, como toda comunión: la pupila camino de sí mismo, rumbo a lo que no se explica (no tiene, literalmente, tiempo para eso) ni se puede prever. Lo que encarna y desencarna ante la estupefacta mirada: si la mirada miró, más allá de registrar aquella versión conveniente de las cosas que consume más al propio punto de vista que a la relación dialógica en la que están involucrados cosas y mirada. La mirada asegura su supervivencia a expensas de la conciencia en el ojo. Cuando el ojo nivela a la mirada, ésta descomprime nuestra ilusión de que el mundo está siendo soportado por los pilares de nuestra mirada. De nadie depende el que las cosas aparezcan: ninguna proyección puede reemplazar lo inaplazable, la urgencia del ojo que se abre y cierra ante la estupefaciente mirada (hipnotizada por su reflejo). Espejismo de las imágenes y sin embargo: imágenes como posibilidades, cuando el ojo las pone en juego, atendiendo de su propia invisibilidad, fuera de todo envés y todo dorso. Traslúcido es el ojo cuando una visión lo traspasa. Opacidad de la mirada, cuya resistencia a la mutación subraya la supersticiosa adoración por las imágenes. El torrente de las imágenes se aplaca en el espejo: nadie desmiente al fantasma de su imagen nadie le miente al espejo: las apariencias, tomadas como lo que son, no engañan. Se engaña la mirada que en las apariencias pretende repartir el pan de la experiencia en comprensiones imaginarias, en tajos deslumbrantes. La mirada que reniega del ojo se condena a la reacción (al persistente reflejo) y, escindida, se recluye en su punto de vista.



Ojos, órganos de conocimiento. Tal como el cuerpo entero es ojo, órganos de la experiencia: órganos de la abundancia. El ojo conoce el espacio; la mirada impregna de tiempo lo percibido. Es subterfugio suponer que se podría vivir sin imágenes, en el supuesto de la no-vista: la ceguera del ojo no impide la visión, mientras que la ceguera de la mirada se identifica con las imágenes que propala obturando de este modo a la posibilidad (que es la visión). Visión: no sólo facultad sensible del órgano-ojo sino cualidad perceptiva en razón de un conocimiento que lo trasciende. Que trasciende incluso la mera función de mirar/ver. La mirada mira; el ojo ve. Cuando el ojo mira lo que ve, el diálogo se consuma: la mirada retoma su función de herramienta y el ojo cultiva en la práctica su posibilidad. Ser ojo. Cerrojo de la mirada: imposición de un punto de vista. Ser el ojo que mira: ver lo que la mirada había fijado, remover el pasado de la mirada en un ahora oscuro (de limpidez). Quitar el barniz de la mirada: devolverle al ojo su frescura, la inocente antigüedad de su acción inevitable. Y al mismo tiempo: restaña el daño que la mirada se confiere en su arrogancia, bajo el supuesto de su arbitrio discriminador. Que la mirada se mire: alivio del ojo, alegría de la percepción que reúne, no escinde, el espacio desconocido (¿Quién soy?) con el espacio desconocido (¿Quién eres?): abolición de la grieta que separa al aceptar el intersticio, su salvaje incongruencia. Negrura húmeda del cuerpo, oscuridad de lo que se ignora más allá de la ignorancia. No ver interrupciones allí donde acontece la discontinuidad de la percepción; no un dato para establecer allí el monumento-límite, el recordatorio-advertencia, la lápida-reflejo, el monolito-ley, el pilar-frontera pues un agudo resentimiento agota la brillante humedad del ojo cuando la mirada lo hace su dominio. Mirada, momia de la sujeción a la univocidad. Asignarle un límite es ofender la libertad del ojo: ninguna moral puede clavarlo. Mirada, límite del ojo. Cuando la mirada legisla al ojo, cuando se comporta como un jinete doblegando a su caballo. La conciencia requiere tanto del mirar como del ver que el ojo vea lo que la mirada mira y que la mirada mire lo que el ojo ve: que el ojo mire, que la mirada vea. Abundancia de lo visible: lo invisible no es el fondo de lo visible. Relámpago de la comprensión en el ojo, proceso de asimilación en la mirada. Uno es abertura del sentido, la otra se resigna en su tortuosidad. El ojo come; la mirada digiere.



Mirada, abismo del otro. Abismo de lo otro, que nos enciende o nos apaga en su inescrutable conciencia: es imposible saber a ciencia cierta qué es lo que mira una mirada (qué es lo que la hace mirada). Lo que la mirada le dice a la mirada esta mirada a aquélla es lo que le hace: la mirada es el otro, incógnita que no se pregunta. Un enamorado diría: La mirada eres tú. La mirada es la incógnita: nadie retiene en su retina el aura fugacísima (secreta permanencia) de lo mirado. Cuando la mirada se mira, deja de afirmarse como retiniana red para arrojarse al vacío plenamente: entonces queda impregnada por el enigma poderoso que el ojo absorbe en su desnudez. Enigma que no está fuera del ojo: incógnita abarcante. Lo que se mira es lo que se ignora; para el registro de la conciencia regulada por su inventario, la mirada-aduana, la mirada-mirilla. Claustrofobia de la mirada; intemperie del ojo. Pero no todo es tan desesperado para la mirada: manifestación: posibilidad que está en el ojo. El universo es todo ojos, vuelta toda mirada hacia dentro, veta de silencio (espacio de silencio) en la turbulencia de la percepción el ojo participa, no apenas observando sino siendo la misma mutación a la que asiste. El espacio que el ojo percibe como su campo de acción, no su dominio, es la figuración impávida del silencio, al que no anima si no recibe: silencio de la visión silencio que se pronuncia, no se enuncia: el campo del ojo no está fraccionado con las fronteras de su refracción. El silencio es la visión: el espacio es silencio manifiesto, relieve de lo invisible. La mirada: oceánica inmersa. Sin el ojo, ¿qué sería de la mirada? Sin la mirada, ¿qué sería del espejo? Sin el espejo, ¿qué sería de las imágenes? Sin las imágenes, ¿qué sería del mundo tal como lo vemos? ¿No son las imágenes la proyección que la mirada dirige como si al mundo reflejara? Pero el mundo, ¿de qué es reflejo? Para el ojo es del todo inútil intentar conocer el reflejo de las cosas: sólo para el ojo las cosas se muestran a la luz. Nada refleja, en verdad, a las cosas, salvo el antepuesto espejo que aísla a la mirada: el ojo es, en todo caso, la incógnita de este lado, no la afanosa búsqueda de confirmación por imágenes. Si en el actual estado de cosas todo pareciera sostenerse a fuerza de imagen (imagen pública: panóptico regulador de la mirada-consenso que propala su supuesta universalidad como si fuese natural), ¿dónde posar el ojo para que la mirada repose? ¿Adónde dirigir la mirada? Suspensión de la mirada, energía del ojo: el ojo salta más allá de sus metáforas.



¿Puede la mirada, en efecto, ser dirigida: obedecer a una intención excluyente, a la rígida prepotencia de un decreto por sobre la percepción sensible? Sensibilidad del ojo: acuidad de la mirada. Ética de la percepción: ¿quién decide por sobre lo visto? Acción en que el mirante se olvida de sí mismo, desapegado por un instante (letánica insurgencia que retorna adonde siempre estuvo: ah presente sin tiempo: abolición del encadenamiento sucesivo) de su cargamento de supuestos. Campo inviolable de lo visto cuando lo visto empieza a ser mirado, cuando recibe de la atención la suma de matices ofrecidos en la relación misma, que se da en el acto. Desalojo: en la mutación y por lo tanto: en la inopinable transmutación el ojo toma lo suyo, es la conexión del humano con el ave (el reojo; la pupila mimetizada, fundida al hechizo de su impavidez, de su indistinción aparente a través de la cual sin embargo una presencia vigila). El ojo picotea la mutación. Por eso enfrentamos con la mirada: sería demasiada desnudez (exposición, indefensión, sentimiento de orfandad) el anonimato del ojo. No hay pudor que resista ante la fértil vaciedad de la pupila que se eclipsa con nuestra pupila: ante el ojo ajeno el propio ojo no nos refleja, no emite consistencia, garantía fatal con que una identidad ya definida se autoabastecería (identidad-panóptico que se sitúa en un supuesto centro del mundo). El que vigila, no contempla: vigilar de alguna manera puede implicar eterna distancia con las cosas, mientras que contemplar (cuando toda teoría es una práctica) necesariamente consustancia. Para una colisión hacen falta por lo menos dos bólidos: dos velocidades que se buscan: dos identidades que no encuentran cómo asimilarse entre sí por esta vía: la mirada inviste de fuerza, el ojo permanece en el eje de su permeabilidad. Infranqueable, no por distancia sino por intimidad absoluta: el ojo conoce, la mirada reconoce. Centro de la pupila: posibilidad como índole. Aunque afectamos por la mirada, el ojo sigue ligado a lo invisible: lo que el ojo ve es lo que todavía no ha visto. No lo que verá en un futuro más que inmediato: lo que no puede abarcar. El ojo no obedece a un mecanismo en busca de una completud, no está sujeto a la escisión ni sometido por la vislumbre de alguna recompensa: joya que no se explica. Alegría del ojo, diamantino siempre por facetado (ese resto de cornamenta tras la retina, ilusiona con aquel abismo microscópico que nunca se resuelve en un fondo). Quien tuviese la suerte de ser aceptado por un ojo de que ese ojo le permitiera mirarlo, es decir, de que ese ojo se permitiera ser mirado y fuese capaz al mismo tiempo de sumergirse, notaría que allí el infinito de los espacios se concentra. Océano en la salpicadura que vibra, mientras contempla a quien lo contempla. (Piénsese, por ejemplo, en determinadas pinturas tántricas donde se representan yantras o posturas de meditación durante el intercambio sexual: clave de la profundidad de la entrega entre los amantes-contempladores es la intervención de los ojos como órganos en el acople-cópula-mandala. Intimidad con el infinito, abierto a su propia abertura en el ojo que contempla y es mirada. Los ojos absorben en los ojos la presencia sagrada: contacto sexual que es confluencia y conexión con lo otro al anular la distancia impuesta por las supuestas identidades separadas, ahora puestas en juego. Lubricidad del ojo, penetrante permeabilidad.) Diálogo con lo visto: cesando el observador, se hace presente a la percepción el enigma de la materia: enigma de lo visto y lo mirado. Lo visible se da como aspecto de la materia, no como su soporte: nadie posee lo que ve (no habría cómo estar viendo alguna cosa deseando al mismo tiempo retenerla). Poseer es detener: algo que la mirada imagina (convierte en imágenes). Si ver decide el grado de expansión de la persona (esa figurada escisión en busca de su unidad), mirar lo visto detenerse en la relación, en lo que vincula lo visto con el ojo es de algún modo abolir el espejo en tanto dador de sentido. Abolición de la idea de sentido en tanto confirmación o afirmación por un reflejo. Espejo que, bien mirado, no pierde su transparencia: luz de lo aparente. La ambigüedad que la mirada percibe en las apariencias, ¿significa lo mismo para el ojo? ¿O el ojo capta antes de que la mirada formule sus preguntas (suponga sus respuestas)? Lo aparente, fulguración que se deja mirar y también se deja ver: aquello que en lo visible permite la convivencia, lo simultáneo: nada es lo que parece, todo lo que parece es. El espejo no es el otro; ninguna imagen del otro traerá la inequívoca transparencia de lo otro: es cuando lo otro (el otro como abertura que nos alivia de nuestra mirada) está presente sin la mediación de un cristal protector, escudo, campo magnético, burbuja, pantalla. Todo espejismo implica inalcanzable esfinge, horizonte que huye (¡pero qué mecánica que niega la evidencia del presente, cuánta osadía por parte de la identidad que se siente merecedora de algún desciframiento!). Oasis de la posibilidad en las apariencias que la mirada cree observar pero condena a la servidumbre de su reflejo. El reflejo por vía de la imagen (especulación cifrada en lo icónico como representación traductora de un sentido) es esperanza de inmortalidad para la mirada en pos de lo idéntico. La mirada se enclaustra ante la reminiscencia huidiza, mientras el ojo actúa, encarnación que participa de la reminiscencia. Actúa, no necesariamente interviene: ¿cómo asumir el espejo? Transparencia que es devolución de lo invisible animado por su reflexión. El que regresa de su visión, visión que acontece siempre más allá del espejo (visión inviolable), está en condiciones de salto: puede ofrecer una mirada. Mirar: detenerse en lo visto. Dialéctica del acto inconcluso donde el que mira no deja de ver, no ha sido del todo arrebatado ni por su visión ni por su mirada (¿fanatismo del visionario que en el lugar de su visión erige un icono; imprudencia del que desprecia aquello que en el icono también se revela?). Revelación: detenimiento: suspensión del espejo (visión, cuando lo visto nos traspasa y la pneumática percepción se asume). Las apariencias, imágenes con las que nos vemos forzados muchas veces a compartir el espacio vital, ¿no son a su modo icónica presentación de lo desconocido? Mirar lo visto, detenerse en lo percibido, ¿no será, al menos idealmente, desapegarse del cerrado dominio de los discursos (donde el imperio de la doxa se instala incluso como confirmación de los saberes y sus parcelas enceladas)? La mirada vuelta experiencia despliega una visión: intersticio en una época en que las visiones han dejado de ser acontecimiento. Plano imperativo de las imágenes: proliferación del recorte, de la frontera que aísla a cada imagen como si fuese una entidad poseedora de autonomía. En el juego de las imágenes, éstas aparentan bastarse a sí mismas: máscara detrás de la cual no hay alguien que aspira al contacto sino a lo sumo un fantasma en pos de algún influjo sobre otro, persuasivo flash que opera a la manera de un hechizo paralizante. Tráfico de imágenes. Las imágenes se venden porque se compran: en el juego del intercambio icónico, la guerra de las miradas escamotea para sí mismas el brillo del ver y el verse. Mirar lo que se mira, no la mera mirada: doxa es eco, vaciada de experiencia como está, regida por el sampleo inacabable de conclusiones ajenas. Una visión sin mirada no podría compartirse (comunicarse), del mismo modo que una mirada sin visión sólo puede brindarse como punto de vista: alfiler con que clavamos la mariposa de la percepción a un inventario. Que las imágenes no solidifiquen en nuevos espejos y en este sentido: que las palabras mismas no cristalicen como si el mundo que a su modo manifiestan estuviese ya clausurado, ¿no es una aspiración a traspasar, visión encarnada, la ceguera de la pura refracción? El que reflexiona, ¿no se hace espejo para sí mismo? El ojo, que no reconoce en el espejo autoridad, no se ve reflejado en alguna imagen: el bosquimano que en la fotografía percibe lisa y llana materia, no la captura de un instante aislado.



Festín de algún conocimiento: la belleza cruda, más allá de la belleza destilada como imagen (incluso aquella clase de belleza que el arte puede elaborar), belleza que todo órgano presiente (no en la noción sino en la emoción, que es evidencia de lo desconocido) y que el ojo discierne a su forma. El ojo se reconoce por el ver: para mostrar con cierta eficacia una imagen es necesario que se vea, que se haga ver. Que el ojo se intuya, ya que nunca podrá verse tal como es: intuición que constituye su misma práctica en tanto órgano del ver (ver lo visible en sus relaciones, y en su relación con lo invisible). El ojo se conoce viendo: abierto recinto hacia las vibraciones de lo visible. Lo que el ojo ve ¿no será en cierta medida aquella zona intersticial que la mirada incansablemente agrega a su inventario? (What you get is what you see: What you is see is what you get: reversible evidencia.) ¿No será, además, que lo visto por el ojo representa la oscuridad para la mirada: aquello que se funde a lo invisible, adonde acude al llamado de la percepción como evidente transparencia? Voluntad de transparencia es lo que anima al ojo; hacia la transparencia (desaparición en apariencia) la pupila incapaz de grabar, significa, por el reflejo incesante que en ella anida, titilación, intersticio del parpadeo, discontinua mirada para una visión (visiva visionaria) (lámpara votiva de la visión en el ojo) más allá de lo continuo (eternidad como ahora, no después y para siempre), hacia el trasluz que alumbra al interior de la pupila, sol de la cara, ferviente dador y receptáculo en su reverencia (como un girasol)... hacia el trasluz navega el ojo mientras reman imágenes la mirada. El ojo se reconoce al recogerse en la absorción, en su conexión exacta y demudada con el cuerpo impecable más allá del estado de ánimo. Reconocimiento en sí mismo. Los ojos, a su vez, dan el ojo: abundancia que a cada momento se hace posible. Sólo un momento cada momento. Lo que construye la mirada: monumentos a la erosión. Toda imagen es homenaje a lo que desaparece (nostalgia de la fijeza, recordatorio a la vera del camino: al borde de la mirada). Límite de la imagen que lima a la mirada. A la mirada, no al ojo: ojo abierto a su materializada conciencia, más allá de su punto (punta) de fijeza (de mira), más allá de su mirada. Punto de fijeza: punto de vista: punto de encaje. Blanco del ojo: vastedad de su insignificancia. Abertura del sentido: zona ciega de la mirada.


Estrabismo del alma en la mirada que puntualiza. Punto suspensivo como una pupila autista, cuando la mirada nada más se mira como si mirase más allá. Borde de la mirada: fin del mundo. Numerosos presagios nos obligan a tolerar la presencia reactiva del desastre. Se actúa entonces como si se estuviera yendo hacia el desastre: espejismo de la célula que se confiere el sitial privilegiado... autoconciencia que ante el espejo imagina una inmortalidad similar a la posesión de una pócima. Fuente de la eterna cristalización el espejo de la autoconciencia: hallarla equivale a encontrar la piedra de toque o la pepa ácida que abra hacia el encierro en una vastedad, como si por fin apareciese, en algún recodo, aquella imagen destinada a saltarnos de la muerte. Franjas entre las fotos que lejos de la mano se mueven animadas por la implacable calma de una ilusión óptica. Linterna mágica. Proyectada en el muro, la sucesión siempre requiere de imágenes que se encadenen a una progresión, a una legibilidad aunque esa legibilidad se haga discontinua a fuerza de imágenes-fragmentos. La sucesión de imágenes en el cine suspende la certeza del juicio: no es menos cierto que la proyección imaginaria mucho más poderosa de nuestro apego a cierta idea del mundo a ciertos bordes. El mundo no cesa de devorarse en nuestros ojos colmados de mirada. ¿No se hace urgente que el suministro de imágenes deje de reflejar la univocidad del mundo? ¿Y no es, asimismo, atendible el requerimiento de que las imágenes, cuando menos, ofrezcan alguna energía, en vez de continuamente exigirla en la forma de sumisión a sus monólogos? El ojo sería incapaz de monologar, a no ser que a sus juegos con el foco y la perspectiva los llamásemos diálogo cerrado: allí donde el ojo juega a la mirada y nunca a la inversa. Si la belleza es también una vía del ojo belleza para el ojo, antes de la mirada: desconocimiento que se reconoce, ¿no se hace evidente la necesidad de imágenes que no ocupen más lugar en nuestros ojos, en nuestros corazones más que por el simple hecho de ser imágenes: presencias en el andarivel del contacto sensible más que en el plano fijo de la confirmación de un cierto mundo? ¿Es importante seguir creyendo en las imágenes? El ojo lo ignora. Actúa por naturaleza inevitable. El ojo pertenece a la concupiscente pureza del contacto, más allá de la certeza de la vista. Tacto del ojo, lengua del ojo, oído del ojo, intuición del ojo que es su movimiento, su pulso. Ojo que ve desde el corazón: ¿no es tiempo de pedirle a las imágenes que cuando menos se dejen soltar, se dejen olvidar... que se desprendan de todo anclaje en la obsesiva memoria del inventario_ en lo curativo de la belleza, en la belleza a la que un temple afinado por la intuición de su propia belleza se asoma? Belleza como posibilidad, no como reflejo. El reojo se instala, ya no como práctica de un acecho físico sino como sello de desconfianza, cuando la mirada sospecha que su orden, el orden de su arbitrio excluyente, se ve por alguna razón amenazado: prepotencia del reojo, que no termina de otorgarle reconocimiento de existencia a lo que lo altera. Oblicua coreografía socializada para el reojo de la mirada, que es un juego con el límite de la óptica pero sólo para afirmarla: parámetro antropocéntrico que por medio de la vista establece sus dimensiones, su afirmación. La mirada cree en una realidad de las imágenes (su misma virtualidad así lo determina): la irrealidad de lo mirado da realidad a la mirada (Octavio Paz). La mirada elabora, inquiere, sopesa: sostiene alguna ley que la sostiene. A veces se arroga el derecho de sentar precedentes, de emitir un juicio, de volverse decisiva: fracasa siempre. Una y otra vez lo ya visto configura la babélica construcción de lo sin salida; una y otra vez la mirada concurre al imán de su reflejo en las imágenes para certificar que el mundo sigue ahí. Algo, sin embargo, en el espejo, delata la brisa en lo sólido: toda imagen está girando perpetuamente en el pasado. ¿No sería oportuno pedirle a las imágenes que se hagan curativas paradoja: liberación de toda Imagen por las imágenes: acción que implica una poética de la percepción y por lo tanto una disposición en la mirada? Disponer de la propia mirada: alerta del ojo: visión que no se resigna a quedar impresa: no se imprime en la retina, no es apoderable sino fruto de una disposición espiritual. Que las imágenes, al excedernos, se vuelvan curativas: no solidificación unilateral aislamiento de lo fijo: distanciada apariencia: frialdad cortante del cristal sino posibilidad, veta en la abundancia. Si las imágenes persisten contenidas en su búsqueda del impacto impacto sobre la retina como sobre el alma, como órdenes dirigidas a la sensibilidad, como frases eslabonando una suposición que se funda en obviar la diferencia (cualidad que el ojo comprende sin las explicaciones de la mirada); si las imágenes insisten en incrustarse en la atención_ para templarlo, ¿no resulta vital para el ojo captar elementalmente el aura de cada imagen tanto como lo que en ella se representa? Aura en la que puede percibirse el intersticio entre dos proyecciones donde se juegan las rumorosas verdades de lo que la imagen no confirma a la mirada. En lo que enfoca la imagen puede saberse (ojo de atrás del ojo) también aquello que la mirada omite: lo que ignora de sí misma y sin embargo, por eso, pone en evidencia. Toda intención en la mirada resulta sobrepeso de la imagen: espejo empañado por la identidad.

 

en la nocturna urdimbre
de limadura voraz vuelta a roer
traspasa el topacio silencioso.


interespacios ceden, se adelgazan
movidos por el tenue encantamiento
de un perfume de perdido animal
que, ante la caña, no lo piensa.


¿razonable Gorgona es la que liga:
"cabeza viendo a través del tajo
a medida que surge al despegarse
de la luz, desapegada al despejarse
como si fuera el envío que destila_"?


¿atrasa en el reloj lo que el destino
descontempla? flamígera lejanía
para el que viaja solo.

 

En un imperio de imágenes, ¿dónde posar la mirada? ¿Posarla sobre la pátina de miradas superpuestas que conforman al estado de cosas imperante? Palimpsesto de miradas: la mirada siempre admonitoria, sugiere peligro, fin del mundo. La visión ya es el fin del mundo: por eso la profecía tal vez no consista tanto en un anuncio pragmático de cierto acontecimiento en relación a un futuro ya dado, sino en la evidencia: plenitud de lo visto en un plano que incluye al punto de vista pero que al mismo tiempo lo supera, lo desarraiga. Evidencia de que el mundo aprendido no es excluyente espacio para la percepción. Lo profético mejor: lo oracular tal vez hunda raíces en aquella oscura luz que abruptamente se presenta cuando menos parecía, encarnando, girando en la rueda y sin embargo saliéndose de la rueda (como si dijéramos: de la vaina, de la palabra). Evanescencia: encarnación. ¿Depositar la mirada como si fuese un valor? ¿Pero valor de qué: de cambio, de aquiescencia, de permanencia, de equidad? La mirada nació para ser espectadora: su pasión es embrujar a la conciencia de tal manera que se viva en un capullo de certeza aunque más no fuera la certeza de una incertidumbre mayúscula. La visión no es una relación de profecías (agitado afán por un futuro sólido) sino lo profético en sí, la otra conciencia de lo visto. El imperio de las imágenes adormece: violada toda cosa mediante el registro de su imagen, los ojos aprenden a mirar las imágenes que traduce la lente como suyas. Obsesión por el registro en sí, por la «técnica» utilizada, más que por lo registrado: burocracia espiritual de la interpretación, que alcanza a las imágenes en lo que éstas tienen de referencia estable (ilusión de estabilidad: equilibrio por la vista, no por los pies). La superproducción de imágenes obliga a desplazarnos como entre maniquíes: su presencia nos filma, nos pone en escena. Entramos y salimos de imágenes ya establecidas de manera tan persuasiva que ya nada cambian (su acumulación, ¿no es una carga, un agregado, otro aditamento en la parafernalia epocal?): están allí para que todo siga leyéndose igual. Monólogo de la publicidad de la propaganda, mejor que hace de cada ciudad un vastísimo mercado; monólogo de las imágenes montadas para convencer. El ojo de la visión es el demonio a la puerta del templo: guardia tenebroso si nos atenemos a la imagen entendida como pura apariencia, ángel de la guarda cuando se lo consiente (como a un recién nacido) y se le ofrecen los juegos del mirar. Cuando el mirar cristaliza, todo se remite al asesinato del niño: el mirar se hace mirada, centro del mundo (el mundo intacto de lo ya visto). El ojo es un demonio para la mirada. Niña del ojo. Ojo de la visión: ojo de la mirada que ya no cree ciegamente en los límites de su herramienta como si fueran los bordes del mundo. El ojo es navegante, no descubridor de continentes (el ojo respira de incontinencia). Toda visión no necesariamente lúgubre, no necesariamente lúbrica acaricia el ojo. No la estimulación retiniana, que tanto comentó Duchamp a propósito de la pintura: constatación del ojo (en ambigua evidencia). El ojo ha devenido utopía de la mirada. Pero la mirada que lo ciñe y que lo rige (en su juego) no puede subsistir más que como aditamento del ojo: inventario de la visión. Inventariarla (adosarla al campo de lo ya visto), ¿qué afirma sino su misma negación, el borramiento de su posibilidad? El ojo permanece alerta aun con los ojos cerrados: detenerse en la oscuridad luminosa, profundidad sin fondo (superficie pura: superficie sin fondo) (profundidad que no sostiene una perspectiva): saltar al abismo de la mirada. Las visiones del párpado, erráticas, rítmicas, incontrolables, ¿acaso no sugieren la inconsecuencia de toda profundidad, de toda oscuridad, de todo abismo? ¿No es el ojo que sigue viendo con los ojos cerrados un recordatorio (clandestino, pues habría que atreverse a esa oscuridad sin bordes donde nadie legisla) de que la superficie (párpado) es materialmente sin fondo? (¿Y de que esa abertura inconmensurable continúa siendo, caleidoscópica, la impecable mutación? Mutación: metamorfosis: moviola múltiple, descentrada o centrada en sus flujos.) La supuesta sacralidad de alguna imagen, ¿no es la chispa fundamental para el inicio de una guerra santa: la lucha por la posesión concentrada en el fetiche? Hechizo de la imagen: el párpado advierte al ojo su inocente ceguera, absorta transparencia más allá de toda lumbre o penumbra. La mirada, al ejercer constatación, reduce la evidencia a un fetiche: convierte en acertijo lo que toca. Acertijo: moraleja-meta que desafía a la mirada misma, a su argumentación (a su moral). (Oportunismo de la mirada, que apela a la moral que más conviene a sus expectativas por reflejarse.) El punto de vista se cree abarcando un mundo, cuando apenas logra instalarse dentro de su campo visual: lo que percibe no es otra cosa sino su alcance (así como lo que la conciencia oye es lo que ella misma se dice). La trama de lo visto no es más que una faceta momentánea la fijeza de la imagen impone su faz absorbente, indiferente. La nivelación está en el ojo; el control (o la temida falta de control) en la mirada. De tal suerte, la realidad se fragmenta en infinitos puntos de vista: puntiforme textura (la mirada es tramoyista pero el ojo es el vacío). Cuando la mirada deviene espejo, las cosas simplemente rebotan a causa de la refracción unilateral que allí se forja. La mirada se condenaría a la servidumbre de su virtualidad si no permitiese que el ojo, intermitentemente, la ponga en su sitio: que el ojo exponga a la mirada (¿pero el ojo no expone al mirante?). Punto de vista: meta que es un punto de partida. La mirada reclama lo verosímil: exige ser convencida (convertida). ¿Pero no será la creencia un estadio de la imaginación? La penumbra, despreciada por la mirada (en el sentido en que es ilegible a sus fines), ¿no pone de relieve no ofrece, precisamente, un relieve a la posibilidad de transparencia incluso aun en la opacidad, en la apariencia definida como tal (como aspecto desechable de la experiencia)? Argumento, conclusión no el trasluz sino el contraluz: recurrencia al lugar común de los opuestos inconciliables.



Quien haya llegado a esta altura del presente panfleto, tal vez haya notado que el uso del vocablo imagen mezcla y de algún modo confunde aquí diversas acepciones. Imagen: representación que es figuración pero también abstracción presencia inminente y fantasmal, símbolo y huella, noción y trazo en la conciencia. Un diccionario de bolsillo asigna al zahorí «la capacidad de ver lo que está oculto» (en el sentido de hallar la vertiente en el desierto). ¿Cuál es el fundamento de semejante agudeza? La mirada erige el límite de su imagen del mundo, pero la visión es posibilidad: abarca el límite. El límite mismo aparece como posibilidad: desnudez del ojo que se entrega sin miramientos al magma en que lo visto, si es el pasado de la imagen, ya es de nuevo lo invisible. Zahorí: el ojo es aprendiz de lo invisible. Lo que no está sujeto a la sucesión, a la distribución: lo que el ojo aprende es su borradura. Borrarse: conocer el aspecto invisible. No apenas metáfora, lo invisible se presenta como intuición de lo desconocido, de lo inapresable. Es condición de la poesía disipar el espejo: la analogía, sustancial al hecho poético, pone a las cosas en evidencia (para el ojo interior) de tal manera que las cosas entre sí simplemente se reflejan. Lo que se borra es la identidad detentadora del acontecimiento, el centro emisor de sentido que se nutre de confirmación. Desaparece la personalidad en la rueda de las semejanzas como identidad ante un espejo. La analogía, en fin, no es otro espejo: si las cosas se reflejan, ello acontece precisamente porque se esfuma toda intención de simetría (pues el espejo que la impone la funda): no que esto remita a aquello y por lo tanto un aferrarse al puente de alguna comparación prevaleciendo, sino que esto es evidencia de aquello (y viceversa). La reversibilidad es característica drástica de transparencia: las cosas pueden ser vistas según una dinámica de enfoque, no meramente bajo la égida excluyente de un foco. En una cultura expulsora (donde predomina la uniformidad: donde la mirada tiraniza a la percepción), ¿cómo vivir la analogía en virtud de su poder relacionante más allá de toda interpretación sobre lo visto? Destiempo del magma que algo en la percepción comprende (considera) (contempla) (absorbe). Percibir es desinstalar la identidad: lo percibido pone en juego a la mirada. Evidencia: videncia que se materializa al mismo tiempo que se evade. El ojo físico tal vez no se diferencie del ojo espiritual de los místicos más que en el grado de su desconocimiento (en el nivel de la práctica con que la conciencia se absorbe en lo contemplado). Matiz que es un andarivel completo de percepción (para la percepción abierta cada detalle es nuclear), donde el ojo físicamente comprende lo que atiende. La conciencia no es apenas la mirada: involucra de hecho aquella forma de conocimiento que en el ojo físico se manifiesta como ignorancia plena. Evidencia: lo que se pone de manifiesto. El magma de las manifestaciones se hace sencillamente incomprensible para la mirada: en este sentido el ojo espiritual roza destino en la materia (la conciencia se nutre del ojo que materialmente se sale hacia la enigmática nitidez). Percibir acontece al ojo. La mirada comenta lo que el ojo recorre. (El ojo está de viaje; la mirada vigila.) Ojo, presa del buitre; su resplandor a lo lejos es una abertura sin fondo que velozmente quema. No es que la mirada sea culpable de ser lo que es: responde al estímulo ansioso de cierto andarivel de la conciencia la mirada es un matiz de la percepción: de ninguna manera decide sobre lo percibido (no determina la calidad de existencia de lo visto). Conciencia del yo separado, del uno ante lo otro: espejeo en la superstición que sostiene una dualidad de escisión irrevocable, inextinguible. El ojo nunca es él mismo: nunca es el mismo ojo el que mira lo que mira (siempre mira lo mismo por primera vez). Cuando el ojo guía a la mirada, la intuición es el remero en el bote del instinto. Intuición: parpadeo. (El párpado por dentro desliza un hundimiento de petróleo constelado de fosfenos.) Una mirada olvidada de su ojo de sus ojos es la acechanza de un espectro: vaciada como un molde que requiere de otra cosa que lo anime y le otorgue sentido, dirección. Recordar la muerte no es hacerle un homenaje ni convocarla ni tampoco conjurarla: desrecortarse de una imagen (la refinada imagen de ese yo inmortal en su sala de espejismos). El ojo viaja la luz física y deja, en efecto, constancia de otra luz, que no es reflejada. Posibilidad: margen más allá del margen. Ética de la percepción, en lo que ésta tiene de utópico: percepción que da realidad a la mirada (ahora y siempre reversible). No se reverenciaría tan descaradamente a la retina (rutina del espejo) si se reconocieran sus traspasantes poderes escondidos: la hiperestimulación del órgano de conocimiento atenúa la atención, a menos que el ojo se desentienda de toda intención puesto que una intención es un alcance que quiere estatuirse. Ética de la percepción en lo que de inocencia ofrece el ojo a la mirada. Ojo, bastón de la mirada; mirada, ceguera del ojo; ojo, borde de la mirada; mirada, discurso del ojo; ojo, escudo de transparencia; mirada, textura de la conciencia puesta a observar. Ojo, corazón de la mirada. Mirada, tempestad y estatuto del ojo.




¿Pero qué sería de nuestras miradas (de nuestros órdenes) sin una mirada que constate? ¿Cómo contemplar los tembladerales que la mirada legisla y atestigua? ¿Jardín hecho de ojos y no de espejos? ¿Ojos en el aroma-conciencia de las flores? ¿Qué sería del orden sin su dualidad irreparable, imparable sin ese azuzamiento constante al espejeo que impide evadir su celo (velo) que fustiga como una razón que no se tiene más que a sí misma? (¿O no hay algo desesperado en las imágenes proliferantes de fijación?) Cultivar la cándida huerta: pantano de ojos alrededor del ojo. El viajero discurre entre umbrales en un sendero, algunas ramas se golpean y caen fragmentadas, crujiendo con los pasos, los pasos mismos astillados por su voladura, todo oculto y preciso tras la gaseosa limpidez de una oscuridad inmemorial: el ojo se agazapa en la mirada. ¿Teme a lo abierto a su propia fuerza de enfoque que no se ciñe como la lente a un mecanismo de captura? Lo que no se alcanza, no distingue su transparente oscuridad. El ojo que teme a lo oscuro, ¿no rehúye también el intersticio que su sentimiento de temor dispone? ¿Adónde corre la desesperación? Bosque de treguas para el ojo, cuando se inviste con el armónico fugaz de un acuerdo; pesadilla de prófugo, cuando la mirada se aposenta tras el ojo como si fuera una pantalla. El ojo toca lo que mira; la mirada concibe creencias que le permitan ser concebida. El ojo en la mira: safari de imágenes. Una vidriera con cámaras fotográficas se parece a una vidriera con armas: esmerada neutralidad de los diseños, contundencia o practicidad inapelables. Los manuales de instrucción aconsejan al usuario resignar la atención al modo específico en que la cámara «permite» a la mirada mirar. Es después que la mirada recién mira: tras la captura de la imagen la mirada descansa gracias a un rapto de identidad (el objeto alejado, moldeado a su imagen). Ha captado (¿su reflejo, la proyección de un espejismo?), ha vuelto extrañamente legible algo que en principio sólo estaba para el ojo_ ¿No será ínfima profanación de lo percibido (que no se cierra en una intención, en una interrupción)? ¿Cómo dejarla suelta a la mirada, perdida entre sus emanaciones, si no a riesgo de que la percepción entera desbande en la abundancia aun en los laberintos de la imagen? No se aplaca lo captado: en principio la mirada no es la lente. La lente recorta lo que la mirada decide (incluso cuando decide que la lente decida). ¿Lo representado por la imagen no habla de la intensidad de la mirada? Emoción de la mirada. Lo mirado tiene existencia independiente pero no separada de las imágenes que de ello se derivan. Mirar la oscuridad sería diferente a estarla mirando. La atención precisa del mirar sabiéndolo y no sabiéndolo: como si nada, como si el ojo no fuera más que una condición de la materia que se conoce. Ética de la percepción: poética de la mirada. Mirar con buenos ojos no es todavía ver alguna cosa en lo mirado. La mirada se emperra por su imagen multiplicada/multiplicadora la imagen de este lado del espejo juega a ignorar el espacio entre dos planos: aquel que nos mira en el espejo no es apenas el siamés germinando simetría sino la posibilidad de indagación reflexiva. Lo reflejado no está al otro lado: helada certidumbre cristalina. Esencias en cristales de roca. El diamante de la intuición corta el espejo: puro vidrio, desliz del ilusionista. El nombre escrito en el papel. La mirada que habla con los ojos es todavía una mirada creíble: ofrece posibilidad (de contacto, de alteridad): mirada posible. El propio ojo es imantado hacia allí. Mirar con los ojos de la belleza hace a la percepción de la belleza. Belleza que no responde ni es revelada: anterior al nombre (a la pregunta), al icono que en su nombre representa su papel (legalizador en apariencia de la percepción). Franqueza de los ojos; fortaleza infranqueable de la mirada. La mirada sin ojo parece afirmarse en las apariencias (en el flotante espejeo), como si del aspecto que aparece ante el ojo físico la mirada se desprendiera. La pantalla escamotea en un tris la violencia más o menos soterrada de su dificultad para transmitirse (asumirse) vehículo entre los aspectos materiales e inmateriales de la imagen. El holograma finge profundidad como si la realidad estuviese constituida a partir de un centro estable, de ensamble, desde el cual ponderarla-exponerla. Pero es en la relación (espacio intermedio) donde se juega el diálogo: la mirada inmaterial y el ojo del cuerpo reunidos, no reanudados. La mirada sin ojo (ira airada) niega el acto de mirar: simula absoluto dominio de su idearse. Infinita soledad de lo que se proyecta... negación de ese grado espiritual en el acto físico del mirar que da realidad al ojo (realidad como intercambio, como relación, no apenas confrontación o ideación acumulativa). Cuando lo corpóreo se pone en evidencia con aquello que lo traspasa. Como si dijéramos: lo visible es sutileza de lo invisible.


Nombrar lo percibido también provoca imágenes fijas, al menos en el sino inmediato que identifica al nombre con lo nombrado: decirlo, sin embargo, no necesariamente es la evidencia de algún conocimiento (reconocerse de la percepción en su experiencia, que no se aprende porque no se prevee). Incluso ahí donde nada sucede en especial ahí. Aunque sea a distancia, la mirada debe aceptar un prisma tal de andariveles de experiencia sensible que se dan de manera simultánea que le resulta imposible ya creerse abarcante. Abarcar, para la mirada, sería sostener, es decir, poseer, y hasta cierto punto signar. Cuando la mirada sigue al ojo, la experiencia es el acontecimiento de lo desconocido no construcción de imágenes que lo retengan. La persecución infatigable de imágenes que fijen la experiencia en una certificación es un ardid de la mirada: al extremo de pretender abolir todo acontecimiento que no acepte traducción incontestable en imágenes para el archivo (la imagen tiene consistencia en un futuro). Si el ojo es metáfora del ojo tramado por los ojos, la mirada es metáfora aplicada a otra metáfora. Campo de expectativas: la mirada. El ojo, como el corazón, no es mentor de conclusiones: la metáfora es emoción analógica, visión de la naturaleza y de las cosas a la luz de su relacionarse evoca, no apenas conforma a la mirada (que se esconde de lo que mira tras la pantalla de sus procedimientos y estrategias: que se encierra en alguna detentación del sentido). Espacio interior que configura el ojo de la visión: no más que a la mutación el ojo mira. Cuando mira, es lo que es: mirar el mirar del ojo no es encerrarse en la mirada. Afrontar lo enigmático del ojo-joya (severa risa): tal como se hace presente se presencia. Luz de la que es espejo la mirada, el ojo está en contacto directo y permanente con un aspecto encarnado del enigma. La fuerza de la mirada está en el ojo; olvidado, clausura la visión, la comprensión instantánea de la evidencia. La evidencia no es obviedad: no es por reducción a un relativismo de la mirada que se evitará el embotamiento del ojo. Que cada uno esté o no atrapado por su mirada (ese aislamiento en la identidad autosuficiente), queda librado a lo vibrátil. Parpadeo en el que el zahorí no hace nada con su mirada (la visión del ojo como un no-hacer). Deriva nerviosa, furtiva realidad. Impermanencia de las apariciones, inmanencia de lo invisible. La transparencia es inminencia incesante. Si la realidad de una época se pretende clausurada por sus presagios, es que la mirada momentáneamente ha triunfado: dictadura del espectador, pasión del voyeur obsesionado por el impacto: violencia de la mirada que es la mirada. (Dudoso privilegio del espectador: relegarse al margen de la experiencia.) A ojos vista la mirada constituye su propio objeto, ella misma la fuente de su obsesión por cristalizar sin la desaparición: evidencia que se reabsorbe. ¿Por qué será que la muerte epocalmente nos desespera a tal punto que sólo podemos tolerarla como imagen de suma violencia, de abrupta interrupción de una secuencia? (Época: reflejo.) El aura (fulminante) ¿no es acaso la transparencia? Evidencia: transparencia. Donde la mirada elude a la mirada, todavía es el imperio de la mirada. El horizonte está en el ojo.

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