Poesía en Anolecrab
Poetas en la Barcelona de entre siglos
Jaime D. Parra
Crítico e investigador, Barcelona
Introducción
Con frecuencia se ha venido hablando de otra poesía
en la Barcelona de los posnovísimos, sin que hasta ahora
se haya recogido en libro. Se han antologado parcialmente, eso
sí, algunos de sus poetas en volúmenes diversos,
generalmente aparecidos en Madrid, donde ciertas voces concurrían
en una seleccción nacional, en una selección de
mujeres, de premios literarios o de otra índole. Y sin
embargo todos habíamos visto, los que vivíamos
en la ciudad, una serie de círculos, a veces con los mismos
miembros, donde se reunían poetas, se hacían lecturas,
se editaban plaquettes, se comentaban libros, se programaban
ciclos: poesía en la ciudad, poesía metropolitana,
poesía en Hora de poesía, en la Academia
Iberoamericana, en el Aula de Poesía, en Bauma, en el
Café Central, en la semana de la poesía, en los
círculos de mujeres. ¿Quién no ha asistido
alguna vez, se ha sentido invitado, o ha caído por allí,
despistado? Poetas en la Barcelona de entre siglos serían
para muchos todas las poetas vivas que actualmente escriben en
la ciudad condal en este momento. Personalmente no tengo ningunas
pretensiones de ejercer aquí labores de contabilidad entre
las muchas generaciones y las muchas lenguas que conviven en
este momento. Mi interés se centra en una generación
en lengua castellana que aparece después de los novísimos
y se acaba de delinear en la década de los noventa, sin
que tenga por qué ser de Barcelona: basta que se haya
servido de esta ciudad como puente o como residencia o resistencia.
Son poetas habitual o esporádicamente relacionadas con
los círculos de la ciudad, ya mencionados y otros grupos
que se han ido manifestando, y que tienen entre sí fuertes
conexiones.
A grandes rasgos se podría decir que hay tres líneas
poéticas fundamentales, de distinto impulso: una marcada
por el signo de la búsqueda y el mundo interior,
otra preocupada por la poética del espacio y los
límites, y una tercera que trabaja más la intertextualidad,
las relaciones entre textos y culturas.
La primera, en general, rinde culto a la noche y busca en
la tierra o en el cielo nocturno el fondo de sus pesadillas e
inquietudes. Es una poética hacia adentro, en una óptica
que pudiéramos llamar de espejos convexos, muchas veces
trascendente. Las poetas resaltan el poder de la intuición,
de la memoria, de las vivencias. Su signo es el de la tradición
de las pérdidas y su ámbito muchas veces el de
lo sagrado, por diversos medios: el amor y la muerte.
La segunda es una línea bastante más diurna,
y más que buscar presenta, objetiviza, desnuda el verso,
se basa en lo inmediato, en lo mínimo, en lo intrascendente.
Y su marco frecuentemente es el urbano, con especial referencia
a las calles, los objetos, el piso, la habitación y quien
la habita. Su óptica es la del espejo cóncavo,
y de ahí también a veces su aire irónico,
crítico, incluso sarcástico. Estas poetas se basan
más en la mirada y con frecuencia tratan de distanciarse
no siempre- por medio del uso del impersonal, de la tercera persona
o de un tú desdoblado. Su pesadilla es el habitante y
su entorno, el ser y las paredes y los otros y el modo cómo
responden, hallándose muchas veces cerca de aquellos aspectos
que Eliot tratara en Tierra baldía: el del mundo
vacío y del paseante perdido en la ciudad moderna.
La tercera, en general, con una concepción más
formalista, hace surgir el poema de la forma misma, aunque parta
también de otros principios. Estas tres líneas,
desglosando un poco más, podrán desarrollarse en
cinco puntos. Empecemos, pues, por el primero de ellos y luego
iremos entrando en los otros.
El tránsito de la noche
Una parte de esta poesía podrá estudiarse bajo
la óptica del tránsito de la noche. Ya sabemos
que la noche a veces resurge en ciertos momentos, porque sí
y eso pasó también a principios de los noventa
excepto el Libro de Ainakls de Carmen Borja, claro está,
que en esto se adelanta-. Baste ver, por ejemplo, algunos de
los títulos del mismo Goytisolo, poeta de generaciones
anteriores, para percibir hasta qué punto el final de
siglo acabó anochecido. Pero la diferencia con los poetas
que toman esta vía, más de los que parece, está
en que algunos retoman la noche no sólo como vivencia,
sino como quête justamente y a veces como una quête
mística, graálica. Tal es el caso de Carmen Borja
(Libro de Ainakls, 1987), de Teresa Shaw (Evocación
de la luz, 1994), de Rosa Lentini (La noche es una voz
soñada, 1994), o de la misma Ana Becciu (Ronda
de noche, 1987).
Temblorosos y desolados son los nocturnos de Carmen Borja
en el Libro de Ainakls, verdadero presagio de una muerte
anunciada, que nos lleva por un viaje poético que va desde
los cantos de los minnesänger germánicos hasta
la tragedia griega, y desde ésta al mundo céltico
y la poesía mística de Blake, Hölderlin y
san Juan de la Cruz. Borja, en el que se ha considerado un poemario
épico, introduce el concepto de poema-libro en la poesía
de mujer, que avanza por secuencias que no son más que
instantáneas que nos remiten a su "quête"
mística. Recreado como un viaje nocturno a la tierra mítica
de Evin, Ainakls, el extranjero, pasea su soledad y su abismo
como los héroes hölderlinianos, conocedor de su exilio
entre los hombres y el alto precio de saberse distinto. Fruto
de algo más que una vivencia -como puede advertirse en
el juego de sus múltiples voces que parten de un tú
- y vivencia misma del destierro, el poemario se halla entre
los más intensos de la década. Asociado también
con las noches de Novalis y san Juan de la Cruz, tiene así
su iluminación, su comunión con lo sagrado, pues
de eso se trata: de poesía que busca en el ámbito
de los dioses (no en vano enlaza con el teatro de Sófocles
y en especial con Edipo en Colono, cuando dice: "Intangible
y no habitable es, pues temibles diosas lo ocupan" ). Ese
ámbito lingüístico sobrecogedor que aparece
en el poema viene de esta fuente (de ésta y en otro tiempo
del Sepulcro en Tarquinia, de Colinas). Borja un día
se consagró a la poesía y dejó todo lo demás,
como quien entra en religión. Un encuentro con la tradición
perenne.
Tensa también es la noche de Teresa Shaw, igualmente
relacionada con el universo de la tragedia, en este caso con
la Fedra de Racine. Palabras como "delirio",
"estirpe", "extravío", que en otra
circunstancia nos harían pensar en el expresionismo germánico
de Trakl, están aquí inmersas en el mundo de sufrimiento
de la tragedia francesa, de donde incluso se recogen sintagmas
enteros. Escrita en una serie de poemas cortos que se suceden
sin numeración, la noche de Fedra en esta poeta no nos
habla del remordimiento, sino de la verdadera conciencia del
personaje, de su ser y no ser, de su búsqueda de la luz:
de ahí también el epígrafe de Lezama Lima,
que da título a la composición. Libro de vivencias
profundas, tal vez su sentido reside sobre todo en las interrogantes
laceradas que se hace la protagonista: "¡Insensata
de mí! ¿Dónde estoy? ¿Y qué
he hecho?". Sumida en su derrota, o mejor, asumiéndola,
el personaje llega al final de su recorrido e involucra al lector,
no para que reconstruya el poema (recurso deleznable), sino para
que se vea en él: " ¡Ay! Tan sólo de
ti mismo he podido hablarte!" ). ¡ Parece como si
Shaw hubiera penetrado por esa "soledad esencial",
de la que habla Maurice Blanchot y se hubiera empapado de la
exigencia de la palabra!
La de Rosa Lentini, por su parte, es la noche soñada
e insomne a la vez, que arrancando de la simbología del
agua y de algunos tópicos tradicionales como el del vigilante,
transcurre con una serie de variaciones, dolorida pero en compañía
del ser amado. Escrita en poemas cortos que no desprecian cierto
prosaísmo, esta noche iluminada remite al mundo de Ives
Bonnefoy, cuyo poemario Del movimiento y de la inmovilidad
de Douve (1953) le sirve a veces de norte y de guía.
En otras ocasiones parece que ondea sobre el mundo de Igitur,
que da también título a sus ediciones. Los poemas,
en verso o en prosa, van enlazando las distintas voces, o mejor,
personas verbales, y mostrando la verdad desnuda de los cuerpos.
Noche y sueño se aúnan y la poeta deja oír
pues de una poética del sonido se trata esencialmente-
sus sílabas oníricas: "Toda la noche han goteado
flores sin color como sueños", dice. El reencuentro
por medio de la palabra. La conjunción de otredades, como
en el universo del simbolismo: "Otra es la mujer que en
la noche apuñala su andadura, / otra convoca a sus ángeles
como punto de fuga, / otra es la que sueña el abismo de
saberse en mis ojos". Es como si la poeta imagen mallarmeana-
se desdoblara en el espejo.
La muerte generatriz
Otro impulso creador, muy relacionado con el anterior, y que
a veces afecta a las mismas poetas es el que llamaremos de la
muerte generatriz. Este lo encontramos, sobre todo, en
el Del sentir invisible (1999) de Marga Clark, en el Libro
de la Torre (2000) de Carmen Borja, en el Destiempo (inéd.)
de Teresa Shaw y en el Tsunami (inéd.) de Rosa
Lentini. Por muerte generatriz puede entenderse aquella fuerza
que genera, a partir de la contemplación de la muerte
misma, una nueva forma de ver y enfocar la vida y el verso. Pero
no todas las voces poéticas la entienden de la misma manera.
Para Rosa Lentini, que arranca aquí de unas lecturas de
Alejandra Pizarnik, la muerte es fundamental para intensificar
la vida. La muerte y la vida conviven, como puede verse en la
cultura egipcia -de ahí sus Cuadernos de Egipto (2000)-
. No se trata sólo del tópico de la muerte viajera
-el difunto siempre está de viaje, la muerte es el primer
navegante- , sino como una vivencia y una convivencia. Así
se explica que en ciertas culturas los vivos duerman en las tumbas.
Por eso Rosa Lentini en su libro Tsunami, partiendo de
la muerte como vivencia, recrea la catrástrofe del fenómeno
de la gran ola, la mayor fuerza natural devastadora de
la tierra, y recuerda que la muerte siempre espera y está
por venir. No se trata solamente de hacer frente al dolor y a
la ausencia, de sobrevivir, sino de renacer de nuevo, como el
fenix. De ahí que tras un desastre, como el del Tsunami,
lo que queda es tiempo de reconstrucción, renacimiento
tras las pérdidas. Renovación. Lentini intercala
sueños en donde baja al sótano, símbolo
del inconsciente, y al final, así como la población
se defiende del Tsunami con un muro contenedor, ella cierra
la poesía y se defiende con una garza, símbolo
de la protección contra las fuerzas del agua. La garza
es la intuición poética que tras los presagios
y los desastres se alza y brilla sobre el horizonte. La luz blanca
sobre el espejismo de las aguas. Así la autora da un paso
más: de la devoración inconsciente del libro de
La noche hasta la devoración consciente y trascendente
y asumida de Tsunami. Cambio de visión que comporta,
por otro lado, también, un ligero abandono de la prosa
a favor de la vía versal, sobrepasando los límites
del poema corto y los fragmentos de antes.
Distinta es la visión de la muerte en el Libro de
la Torre de Carmen Borja, donde se canta la desaparición
real del amado y se evocan distintas circunstancias tensas de
su vida y muerte. Por ello, además de un réquiem,
se convierte en un verdadero canto de amor, de amor intenso de
una mujer por un hombre, invirtiendo el orden habitual de la
tradición, pero no su propio orden, donde esta actitud
ya era una constante (véase si no su libro anterior, Buscando
el aroma, de 1980). El momento de tensión vital en
el que se escribió el libro, de inspiración lírica
pero de fondo netamente dramático hace que se trasparenten
ciertas vivencias descarnadas. Lamento por la pérdida
del compañero, el poemario refleja también la situación
de extranjería en que queda la hablante. Y recogiendo
el tono dolorido y melancólico del Empédocles
de Hölderlin trasciende el referente, y se eleva como un
poemario místico de altos vuelos. Continúa la sensación
de apartamiento del libro anterior, que empezara justamente con
un epitafio y se encuentra al fin con lo que fue el principio:
"Yace ahora sin nombre en tierra ignota / aquel que en otro
tiempo llegara de lejos / e hiciera de tu boca el nido de su
morada/ De herrumbre y hierro es tu camino, camino de extranjero".
Pero al final se abre a una nueva luz, luz que se asocia, así
como el símbolo de la torre y los pájaros azules,
con la mística sufí del antiguo Irán. La
poesía de Carmen Borja es, por ello, una poesía
de lo sagrado, que a veces se enraiza en los poetas del norte,
pero sabe también beber en las obras de Sófocles,
y que incluso hunde sus raíces en ciertos ámbitos
de la kábala. De ahí su riqueza simbólica.
Su propia selección léxica y su tono la acercan
ya a esos ámbitos, reconociendo que este mundo es un lugar
ajeno, de náufragos.
Otra lectura de la muerte es la de Teresa Shaw. Para ella
y sobre todo como se ve en las partes del poemario Destiempo,
parcialmente editado, la muerte o más concretamente, los
cadáveres, aparecen como una imagen del mayor de los despojos,
acercándose así a ciertas visiones de Gamoneda
(Libro del frío ,en especial). Por ello se puede
ver también aquí una "andadura hacia la desposesión".
Con todo, la noción de "destiempo" no hace referencia
al tiempo cronológico sino a la "actualidad arcaica".
Así en la sección "Instantáneas",
partiendo de algunos iconos (fotografías) y de algunas
lecturas de Blanchot, recrea una serie de visiones, donde la
palabra se convierte en el vehículo de la misma extrañación
del lenguaje. Se reflexiona ahí, entre otros aspectos,
sobre los límites de la libertad y sobre la noción
de "tiempo vacío". La escritura misma aparece
asimilada al cadáver, extremándose de este modo
la "desposesión del lenguaje". A esta sección
sigue la del "Destiempo", propiamente dicho, en donde
continúan las reflexiones, como la del poema "Camino
difícil", que comienza: "Llega la hora del paseo.
/ La noche dejó restos de nieve/ en los bordes de la avenida/
corrompidos por la cal y el hierro". Luego en la sección
"Muerte de un hombre" lleva a cabo una incursión
en el poema largo, que supone un "cambio de ritmo"
y la introducción en una nueva "experiencia de la
escritura".
La muerte como centro aparece también en el primer
poemario de Marga Clark, Del sentir invisible (1999),
y en Auras (2001), escritos a intervalos nocturnos, y
relacionados a posteriori, con imágenes fotográficas
-la poeta también es fotógrafa- de un cementerio
veneciano. Se trata ahora, como lo llama Gamoneda, de un conjunto
de prosa en poemas, de fondo totalmente onírico,
enlazado con el mundo de Alejandra Pizarnik y el propio Gamoneda,
entre otros (también con Blanca Andreu), apoyados frecuentemente
en construcciones paralelas de largo aliento, en donde se dan
cita juegos de opuestos al modo de Quevedo o Porchia, pero siguiendo
un entramado simbólico que surge sobre todo del mundo
de los elementos, o mejor, del reverso o la contigüidad
de cuatro elementos: el polvo antes que la tierra, la herrumbre
antes que el aire, la ceniza más que el fuego, la sangre
más que el agua. He aquí algunas de sus líneas
características: "Vendrás consumido por el
fuego, intoxicado de poemas y algas alquitranadas/ Vendrás
dócil y quebradizo, escondiendo tu humanidad del azul
ceniza de los sueños". Marga Clark canta a la muerte
desde fuera, en sentido contrario a como lo hacía la Pizarnik:
"El mundo de Pizarnik es más amargo; el mío
tiene una salida: es una búsqueda. Ella habla desde la
muerte, yo hablo desde la vida", dice. Y en semejante línea
se construyen otros poemarios, todavía inéditos,
como Pálpitos y Tríptico, ya menos
oníricos, pero fundados también en una simbología
basada en los números y en los elementos, donde la referencia
a Bachelard es sólo una de las posibles. Y algo parecido
hay que decir de Ammios, tríptico del "ser
antes de ser": búsqueda y pérdida. Mientras
que en Amarga Luz se acerca al mundo de su tía,
la poetisa suicida, sacrificada al amor de Juan Ramón,
ante la imposible androginia, según la cita que toma de
unos diarios: "Y mi alma se parte". Luego, como un
caso aparte, están los poemas de Gemma Maña, ya
desaparecida, de cuya carpeta póstuma 8 poemas
recogemos esta cuarteta, llena de presagios: "Polvo para
mis ojos / y mi garganta, roca / para mis uñas, poca /
agua para mi sed".
La quête y el amor-pasión
Otras veces la búsqueda toma otra dirección
y llega a otro fin: el terreno amoroso. Es lo que pudiéramos
llamar amor-pasión, acercándonos con ello
a El amor en Occidente, de Denis de Rougemont. Se parte
del eros y se llega a una situación de quête
graálica. Así ocurre en la trayectoria de Neus
Aguado, que arrancando de fuentes simbolistas y modernistas,
cruza un intermedio que la relaciona con la escritura artúrica
medieval y arriba al seno de la tradición sagrada, aquella
que remite a los universos de Guenon, Schneider, Corbin, los
sufíes y el mundo árabe. El encuentro con esta
tradición simbólica no es exclusivo de ella, pues
ya vimos cómo otras poetas se acercaban a Bachelard o
Scholem. Pero sí que es propio de Aguado un especial deseo
de profundizar en esas líneas de lo que se llama "el
simbolismo que sabe" según lo presentamos en nuestro
libro La simbología (Ed. Montesinos, 2001). Neus
Aguado, por otra parte narradora y con experiencia en la representación
dramática, sigue una trayectoria que tiene tres momentos
claves, presentados por sus libros Paseo Presbita (1982),
Ginebra en bruma rosa (1989) y Aldebarán (2000).
El primero supone una experiencia densa, donde se nota su
verbo exuberante, su tono nervudo y exasperado su pasión-,
pero también su capacidad reflexiva para penetrar por
las negruras del ser humano y su circunstancia, como se advierte
en su obsesión por los abstractos. Los poemas empiezan
siendo unidades paralelas, para acabar en auténticas reflexiones
autónomas, donde se saborea la derrota y el pesimismo,
en la mejor línea de ciertas poetas hispanoamericanas
nada retraídas ante el amor y el destino, como Delmira
Agustini o Juana de Ibarbourou. Llama la atención la profundidad
abisal de ciertos poemas últimos, como "El espectro
rojizo de los mares", en la mejor tradición de rebeldía
del romanticismo y simbolismo, que comienza con estos feroces
dípticos: "Que restalle la piel del universo / con
piedras lapidarias de otra suerte/ Que se tienda en la arena
pudibunda / mientras un coro de musas de alquiler aplaude/. Que
reviente de un trallazo su amargura / adecuándose a su
aire mayestático de pocilga".
Con el libro sobre Ginebra, Aguado, cumple una función
doble, por un lado enlaza con el motivo de la ciudad, con su
especial simbología, y por otro escribe una experiencia
relacionada con el mundo de Chrétien de Troyes. Con poemas
más breves y concentrados que en el libro anterior, la
poeta se hace dueña de su mundo, donde el amor-pasión
no se ahorra ningún sacrificio. El encuentro entre el
guerrero y la doncella se resuelve de modo muy distinto a como
estamos acostumbrados a verlo, por ejemplo, en Cirlot: "Y
tú has abatido al guerrero imprudente / sólo con
encogerte de hombros y sonreír". El poemario en su
conjunto, entendido como una experiencia iniciática, remite
también a un ámbito ya conocido por los poetas
de este grupo: el mundo helénico, el egipcio, en donde
concurren el amor y la muerte. Así lo vemos en el poema
dedicado a Venus: "Tu cuerpo florecido, tiniebla áspera/
entumecida por el paso de los tiempos (...) Cadáver insepulto
la llamada del amor". Mucho más lejos lleva, en este
sentido, el libro de Aldebarán, donde las palabras
no sólo entran de lleno en el ámbito de lo sagrado
y de los antiguos misterios -la pitonisa, los arcanos, alfa y
omega- sino que la poeta recogiendo de nuevo "la voz del
desencuentro", se entrega a los símbolos que vienen
de lo alto: Aldebarán, el mensajero de las llaves, los
ángeles, hasta que la voz poética va peregrinando
por la prosa y se va diluyendo en un curso marcado por la huida
y los sueños. Y a la vez que su mundo se vuelve más
etéreo y la experiencia más interiorizada, la poesía
se desnuda, se hace más esencial. De Aldebarán
ya habían hablado otros autores, pero nadie se había
adentrado tan lejos en la materia.
El yo en la ciudad
Otra línea poética es la que se centra en el
espacio y en los límites. Más realista
y abierta, sin duda, pero no menos inquietante, se podría
concentrar en un aspecto concreto: el del existente y la ciudad.
Esto tiene mucho que ver con la reflexión sobre el cuerpo
murado, sobre el deseo y la murallas, con el yo y su soledad,
como ocurre en la obra poética de Concha García
y Cinta Montagut, pero también con la visión de
los otros o el modo en cómo los otros están también
ahí, como es el caso de Esther Zarraluki. En todos ellos
se da, además, una obsesión por la casa y la puerta,
como puentes entre dos ámbitos.
En Esther Zarraluki, por ejemplo, aparece esa imagen nítida,
que abre el poemario Cobalto (1996), precisamente mediante
este símbolo: "Abres la puerta/ como si atrás
quedara un accidente. La calle está en orden. La bondad
de las acacias cae desde lo alto (...)". El encontronazo
con la realidad, así de repente, sucede del modo más
normal y cotidiano, si no fuera por ese "como si atrás
quedara un accidente", que añade un elemento de inquietud
al poema. Inquietud que permanece, felizmente para ella a lo
largo de todo el libro, aunque defina su poética como
el acto de mirar solamente y de nombrar (nada sacrílego,
por cierto). Claro que esta objetividad -de cámara fotográfica,
de objeto, de objetivo y de objetivismo cuasi cinematográfico-
se rompe por el uso de la segunda persona, que no es exactamente
la de Butor en La modificación. Si el primer
poema es siempre una presentación otra cosa era Hiemal
(1993) aquí absorbido-, en el caso de Zarraluki resulta
definitorio: luego está esa evocación de la realidad
ordinaria, la de esas "Mujeres (que) limpian el pescado
y ríen/ enseñándose la pieza". Hábil
en seguir el curso de poemas largos con versos cortos que se
deslizan unos sobre otros, recreando el portal, la plaza, la
escalera y la calle, Zarraluki sabe situar las figuras en su
paisaje, figuras femeninas sobre todo, cogidas en una instantánea
que se eterniza, ay, a veces con un gesto menos feliz del que
se piensa. Poesía urbana, sí, pero no tan sencilla:
detrás se acuesta el esfuerzo, la soledad, la huida de
la muerte, y esa hora crepuscular que es todo un símbolo.
Aunque tal vez aquí, como en Ponge y en ciertos Rilke
y Drummond de Andrade, el verdadero triunfo es el del mundo de
las cosas, su presencia, su trascendencia: "Las cosas se
encarnizan / en lo que no sé nombrar / Las cosas tienen
un feroz sentido/ de la trascendencia". En cuanto a su plaquette
El extraño (2001), ésta es
ya el indicio de una nueva andadura, más metafísica,
quizás: "Extraño es el ser en el que estamos/
con cuánta distancia escuchas/ tu ruido / ininterrumpido/
el silencio en que quedamos los dos/ tan suficientes / frente
al deseo/ que te siga".
Un mundo semejante es el de Concha García de Ayer
y calles (1994) y Cuántas llaves (1998):
no por su lenguaje, sino por su transparencia y su ámbito,
el de la hablante, la casa y las calles. Aunque aquí el
sujeto lírico aparece desde un yo, que camina en la ciudad
en solitario y con frecuencia llega a un espacio más cerrado,
el del piso y el cuarto, en donde contempla su cuerpo, sus gestos,
sus objetos, su marco; y en donde reflexiona sobre el propio
fluir y se llena de interrogantes: "Una semana / en mi casa.
Las almas perdidas. Una timidez absoluta un / ¿qué
digo? ¿qué hago? / ¿qué pregunto?
¿Y la respuesta?. Cuántas llaves". La presencia
rota que aparece en estos poemas viene remarcada también
por una forma de escritura que siempre resultó grata a
su autora: las secuencias en que se parte la línea, puntuando
en el centro del verso, al modo como lo hacía Gimferrer:
"desentendiéndose del sentimiento. Es grave / por
ahí comienza todo. Lo vas a tener difícil. / Yo
también Estoy sola. / La belleza es transitoria si no
conmueve./ El centro resquebrajado. Las aristas romas./ Me gusta
estar sobre la cama de mi cuarto, los botines morían".
Con esta actitud antisentimental y antirromántica, Concha
García ha buscado un nuevo espacio y un estilo muy suyo,
donde la exaltación de lo íntimo y lo cercano vale
por todo su mundo, aunque a veces lo lejano también se
impone, como reverso. Los poemas de García, con ese ritmo
de oruga del que se ha hablado, tienen su fuerza también
en su especial dislocación del lenguaje, con el cambio
de orden de los elementos, salidas bruscas, cortes fuertes, elipsis,
hipérbatos, rara selección léxica, perífrasis
verbales, cierto barrroquismo, en suma, más al principio
que ahora, que siempre le distinguió (véase, si
no Otra ley, o Ya nada es rito, cuando escribía
poemas más cortos: en 1987 y 1988). Radicalmente crítica
con su cultura y su pasado la autora busca sin duda otros referentes
y cuando los halla los exalta. Así esa pasión por
Clarice Lispector, esa bronca a la figura de la madre, símbolo
de una cultura, esa protesta contra el modelo aceptado de personas,
desde su ángulo. Con todo, su poemario clave es Árboles
que ya florecerán (2001), conjunto de poemas largos
que arrancan hacia otro vuelo, quizás menos inmediato
y más expresionista, si es que los versos iniciales son
ya un síntoma: "Una estatua descomponiéndose./
Todavía en el sofá / Ahora la apuntalan / como
si fuesen secretos / las hendeduras de lo que se/ resquebraja!".
Un vuelo radicalmente distinto es el de Cinta Montagut, cuyos
libros Teoría del silencio (1997) y Tránsito
del día (2001) pueden resultar equívocos, en
primer lugar porque ni el silencio ni el día son los ámbitos
mayores que originan su poesía, sino muy al contrario,
el deseo y el tiempo, el cuerpo murado y la incomunicación.
Con una voz que recuerda de lejos los grandes poetas de principios
del siglo XX Machado, Guillén, Salinas, Cernuda-, Montagut
compone versos tersos, escultóricos, perfectos en su forma,
donde canta el tormento del deseo y las tristes barreras urbanas
y vitales. Como si la experiencia de la soledad se fuese escribiendo,
convirtiendo en mármol los pobres anhelos humanos: "Todo
es tiempo vivido en nuestros cuerpos", dice en uno de sus
versos, que mejor la definen. Y resume en otros: "La imagen
se destruye en el espejo / y es todo, para siempre, ha sido".
Así la poeta a lo largo de sus poemarios-libros, que se
fragmentan en secuencias numeradas, va insistiendo sobre unas
determinadas líneas maestras, dejando y retomando unas
mismas preocupaciones, avanzando por construcciones muchas veces
paralelísticas y sobre todo distanciándose mediante
la reiteración de construcciones impersonales de todo
tipo (hay, hace, es), mediante el uso de la forma neutra (ello)
o mediante el gusto por las definiciones de situaciones y objetos
(verbo ser). Su ciudad puede ser cualquier tipo de ciudad, pero
los límites son siempre los mismos: sus muros. La poeta,
en un intento de agarrarse a lo duradero, se sirve a veces de
aquellos elementos que conforman una simbología de lo
pétreo y lo duro ( piedra, roca), según una particular
imaginación de la materia. Pero al final lo que domina
es siempre la presencia del cuerpo, sus deseos, sus anhelos y
sus sueños. Sueños, pero en lo real. Así
el deseo y el silencio, que es también el de las palabras,
se impone, y la autora mediante formas paradójicas, y
por cauces nada surreales, nos va mostrando una cotidianidad
sorprendida en sus perfiles de vacuidad y silencio, de ansia
y espera. Y así alcanza también a crear su propia
noche, con su lámpara y su pasión: "Sólo
conozco la pasión / que inventamos a solas una noche /
para acallar las voces o el silencio", dice en alguna parte.
Y en otra, sirviéndose del tópico de la caza, frecuente
en estas poetas, añade: "Yo cazaré la noche
de invierno/ más oscura y la pondré en tu cuarto
colgada del silencio/ te ofreceré la helada de la sombra/
La inmóvil soledad". Poesía de madurez, poesía
reflexiva, escultórica, cincelada, diríamos. Montagut
no hace concesiones al decir fácil e inmediato; ni siquiera
retrata la realidad: se la inventa. Por eso, la casa de sus versos,
la estancia de la hablante, aparece con perfiles poco iluminados,
con penumbras y soledades, con paredes, que marcan los límites,
donde el verdadero fulgor es el de los versos, tan bien cincelados:
"Cruza la claridad los límites marcados / por la
vieja cortina que protege mi cuarto / del ruido del día
/ del pasar del invierno / Se perfilan los muebles en bultos
soñolientos / y en la pared del fondo / la lámpara
es un barco / Miro el reloj y en su cansancio leo: / no hay prisa/
Puede la vida seguir sin mi concurso".
Intertextos y minimalismos
Tenemos, a continuación, el tipo de experiencias poéticas
que se basan en la intertextualidad y en el arte minimal.
Son voces que se apoyan en distintos textos de la literatura
universal, bien fundiéndolos, o entrelazándolos
con los propios o bien yuxtaponiéndolos, simplemente,
como referencia. Se trata de perder miedo a la tradición
universal, no sólo a la propia lengua y vivir en sincronía
con la poesía escrita en el mundo, pero ante todo de crear
o re-crear o de avanzar por distrintos caminos que a veces tienen
que ver con las variaciones, las permutaciones. El miedo no es
que se pierda la voz propia. El miedo es que no se tenga. Cirlot
pudo variar a Schönberg, Brossa pudo someterse al
reto de A. Daniel, Cervantes se miró en Sófocles.
La creación a partir de una forma es otra vía,
como la creación a partir de un pensamiento. Y de ello
está llena la literatura de todos los tiempos. La diferencia,
la verdadera diferencia está en el pulso poético
propio. Este supone una apuesta decidida en las poetas seleccionadas.
Una concepción original es la de Carlota Caulfield,
quien en Quincunce funde voces ajenas con la suya, llevando
a convertirlas en carne propia. Quincunce, que viene de
quincunci, "reunión de objetos ocupando los
cuatro vértices del centro del cuadrado", sigue también
un desarrollo matemático. Así, partiendo de estructuras
geométricas y de referencias a otros textos, el poema
se va haciendo. En el centro está el punto clave, conseguido
el cual se domina todo el poemario, que constituye una unidad.
La idea de quincunce, por otra parte, asociada a los puntos
cardinales, lleva a la autora a relacionar norte y sur, este
y oeste y a conseguir un poemario de base intertextual. Así
se convocan los epigramas de Marcial y el Molloy de
Beckett, La memoria y la mano de Jabès, y el Anónimo
irlandés de Suibne, el loco; Owen y Marín;
Tibulo y Propercio; los druidas y el espejo. Y la poeta, como
en el centro de un triskell celta, caza sueños,
evoca mitos, recrea el laberinto, convoca, sotto voce,
voces alquímicas. La experiencia no era nueva. Ya en libros
anteriores habíamos visto estos oficios. En el Libro
de los XXXIX escalones (1995), por ejemplo, habíamos
hallado ya su pasión por la metamorfosis y el laberinto.
Y en Visual games (1993) nos habíamos tropezado
con sus hiperpoemas (hipertextos). Y en muchos de estos momentos
un modo lectura que requería del símil de la nuez,
al modo kabalístico (varias capas de lectura que iban
desde lo más externo hasta el centro, envolvente: empezando
por la lectura literal, la lectura metafórica, la lectura
simbólica, y así hasta llegar a las máximas
consecuencias). Ulises, la kábala, los celtas, los sufíes,
Lezama, las diosas negras Kali-, las blancas -Dana- ,
el Minotauro. La poesía de Caulfield es como una oscuridad
brillante y una blancura transparente. El verso y el reverso.
El desdoblamiento y el desbordamiento. La actitud viajera, la
movilidad de las formas. ¿Y dentro?. Dentro la búsqueda
del centro. Pero sin renunciar a cierta locura, candente, como
la de Suibne, el loco, cuando dice en el siglo XII:
"¡Soy el loco, el demente/ déjenme entrar/
Cuando la noche llega no descanso / y no pisan mis pies trillada
senda / Aquí ya no habitaré largo tiempo: los lazos
/ del miedo ya me ciñen".
Luego nos encontramos con experiencias basadas en elementos
mínimos como son las de Nicole d´Amonville y Gemma
Ferrón. La poesía de D´Amonville, como se
observa en sus haikús Estaciones (1995)
en su "antología" de Lateral, (2001)
presentada por Gimferrer, y en su plaquette Omar Khayyam:
Desamor Espoir, pero también en sus Binomios
(1999; título significativo) aparecidos en Barcarola,
presenta ese entusiasmo por lo mínimo y lo pequeño,
por lo esencial y lo reticente, cercano al arte minimal. Pienso
sobre todo en el cubo a dos colores amarillo y naranja- de Elsworth
Kelly, donde dos planos se cruzan creando distintas orientaciones.
Es como si un cierto placer por la simetría y la repetición
instaurara el culto a unas estructuras sencillas, reiteradas
melódica y rítmicamente hasta coseguir un todo
armónico. Por ello la poeta ha ensayado con formas breves
tradicionales, se ha instaurado en la tradición del haikú
(recreando y variando la temática de las cuatro estaciones,
siguiendo la tradición de Bashô) o sencillamente
ha producido pequeños poemas, que por su corte recuerdan
a los cubistas de cualquier lugar y lengua (Reverdy, Huidobro,
cumming), línea ésta última en la que desarrolla
mejor y más libremente su voz. Así tenemos el brevísimo
y casi espacial "Cascada", donde las palabras parece
que caen o gotean, sepárándose en unidades autónomas:
"La cascada (trenzada) al final del camino / trinan pájaros
/ Un pino a contracielo / la luna tras el velo de una nube/ Una
araña una mosca/ la tela sobre el agua/ A donde nosotros
/ en/ dios/ a dos". Unidades autónomas pero reagrupables,
formando otro orden se significados, como a veces ocurre en Pino
y Cirlot. Así, los tres últimos versos: "en
/ dios / a dos/" podrían reconstituir una unidad
superior uniendo significantes: "endiosados". Nicole
d´Amonville tiene también una inspiración
de fuerte coloración erótica a veces rozando el
humor negro y el sarcasmo, como deja entrever en los finales
de ciertos poemas ("Y nosotros / ¿con quién
copulamos?") y en algunos relatos que nos la descubren como
hábil e inteligente narradora. Y de ello su poesía
también puede beneficiarse.
Minimal o cuasi minimal no hay que tener miedo a este nombre,
los mismos poemas de Cirlot, los mejores, en Bronwyn,
son minimalistas- es también la técnica de Gemma
Ferrón. La técnica puede definirse otra vez como
una suma de "elementos imprescindibles" y "estructura"
(de cualquier tipo). Fragmentos y sugerencias, variaciones y
paralelismos. Pero en el caso de Gemma Ferrón hay que
añadir dos ingredientes más: ámbito audiovisual
e intertextualidad. Tal es lo que ocurre fundamentalmente en
sus obras Latencias y Ojancanos. Las Latencias
(publicadas en Atlántica) tienen como base las
animaciones, a partir de dos únicos elementos:
un personaje y un huevo, que se van transformando, se difuminan
y se convierten en un humanoide (diablo), en un equilibrista.
Hay en ello, junto al fondo geométrico, del mismo color
rojizo, metamórfico, algo de conceptismo barroco. Las
"latencias" son pues, poemas transformables
a partir de una imagen. En conjunto forman un total de 178 imágenes,
que progresan siguiendo la poética del fuego: Huevo >
Fuego > Equilibristas > Nada. Y eso es todo. Que no es
poco. Relacionada con ellas está la creación de
fondo erótico "Osiris y un centauro", basada
en la metamorfosis de dos riñones rojos frente al mar,
que van tansformándose, y también la serie La
ciudad de silencio, constituida por moléculas de haches,
que van desde el vacío al misterio y de éste de
nuevo al vacío. Los Ojancanos, por su parte, no
son poemas transformables, sino seriables. En los ojancanos,
partiendo de la definición que Cirlot ofrece
de Ojancanus y los elementos personaje y ojo, la autora
va recreando una serie de cuadros, con textos, citas y sonidos.
Y es así donde nos encontramos de nuevo con la intertextualidad:
desde Lautréamont a Swift, desde Macedonio a Beneyto.
Pero la imagen visual es la que perdura y se impone. ¿Estamos
ante un tipo de poesía que no puede dejar de contar con
los nuevos medios? De hecho algunas de estas poetas han optado
por exponer sus poemas en Internet de forma permanente y trabajar
con los medios.
Tal vez a lo largo del siglo XXI, convivirán todas
estas formas. Lo que parece claro es que la poesía no
es tan simple, sino más bien plural y compleja. ¿Es
cierto que la poesía después de los Novísimos
en Barcelona sigue sólo estas líneas? Seguramente
sigue muchas más, pero a mí me ha parecido que
la poesía de la búsqueda, la poesía del
espacio (generalmente urbano) y la de los intertextos, responden
a una generación que es la mía en la ciudad. No
todas las poetas son de aquí, claro. Pero eso no importa:
de algún modo aquí las he encontrado o han editado.
En Barcelona. En Anolecrab.
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